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miércoles, 14 de mayo de 2014

LA ESPERANZA de Brunilda Contreras, presentación a la obra escrita por Lucía Amelia Cabral




Podría empezar diciendo que Brunilda es una artesana singular, trabajadora de un quehacer plural en el arte de la literatura para niños y jóvenes. ¡Qué andar risueño el suyo! ¡De cuentos a adivinanzas, de colmos a retahílas, de versos a  novelas… y más!  Sin dudas, es ella dueña de la palabra. 
Brunilda Contreras es un ser especial.  No es una adivinanza, aunque haya publicado dos deliciosos libros de acertijos.  No es una retahíla, porque en ella no cabe, como en su Vaca de retahílas, el espacio para repetirse.  Tampoco es cuento ni novela, porque nada de su intrínseco ser es ficción. Desprovista de dudas y vacilaciones, sin flojera en la cabeza ni en los pies, Brunilda es una escritora de fuste, con remarcable donaire para la literatura para niños. De desbordada entrega y lirismo auténtico, es puntillosa hasta el colmo. Su obra es como su vida, inspirada de verdades.  Existe para descubrir, construir y compartir. Cree y lo declara.  Cree en lo importante, lo que hace trascender.  En el espíritu, en la claridad.  Cree en los retos, en la solidaridad.  En lo que se ve y no se ve.  En lo que pasó y lo que viene después.
Decía que Brunilda es propietaria de la palabra. Una a una las enlaza, en la víspera misma de desenrollarlas con verdadero gozo.  Entonces devela las profundidades de su pensamiento y la templanza de su alma tranquila, como el agua limpia del arroyo que, sin desvarío, a la orilla del verde, traza el territorio de su destino.
Esta tarde de domingo quiero primero referirme a su última publicación, la número diez, que tiene como rojo, sugerente y  contundente título La madre de los tomates. Qué inventario simpático, lleno de chispa, vibrante, inteligente, este libro de colmos de Brunilda. Doscientos ochenta y cuatro colmos de buena tinta y pasta tierna para escoger el que nos guste, gozarlo, repetirlo, compartirlo, para instalarlo en nuestra memoria cognoscitiva, como divertida suma de razón y deleite.
No puedo substraerme a la provocación de su vocación comunicativa y para ustedes recojo algunos de los colmos de los colmos de Brunilda.  Como el colmo de la letra F que es, saben qué, estar fofa y de un limón, quejarse de acidez.  De un cultivador de caña, que le baje el azúcar, de un pez, sufrir de ahogos y de una cabeza de ajo, morir de migrañas.  De una mesa, pararse en dos patas, y de una casa, no tener ni dos dedos de frente.  De un electricista, que se le crucen los cables, y no hacer química con la gente, el peor de los colmos del farmacéutico. Y claro, de un mecánico, dice Brunilda que es tener un tornillo flojo, en tanto que de un martillo, es no dar en el clavo.  Del pescador, pescar un resfriado, y del director de un zoológico, no aceptar animaladas, y de un zoológico, ¡exhibir un elefante blanco!  El colmo de un gato americano, comerse un mouse y de la televisión, ser solo pantalla. De un músico, sacar malas notas, de un cineasta, rodar por el suelo y de un gigante, ¡no pensar en grande! De un abanico, ¡qué colmo!, tener aires de superioridad, pero de un cero, con baja autoestima, el colmo siempre será querer colocarse a la izquierda. Como anota Rafael Peralta Romero de La madre de los tomates, con provecho humorístico y sentido filosófico, Brunilda recrea la realidad para devolverla en forma de obra literaria.  
Las escritoras Brunilda Contreras y Lucía Amelia Cabral.
Ciertamente de norte a sur, y de izquierda a derecha, Brunilda está hecha de palabras, intimismo de hechos y sueños, donde la coherencia es eje, el trabajo, mandato y la espera pusilánime, inadmisible.  Epifanías las suyas de celebración de la vida, sin aspaviento de solemnidades. De su sensibilidad y aciertos en el quehacer literario, ha dicho el autor cubano Enrique Pérez Díaz, cito: Cuando sus palabras se encaminan hacia el mundo de lo oculto, aquello que se desdibuja entre los velos de la incredulidad de los hombres, en la eterna lucha entre lo pragmático y lo mundano pugnando por dominar lo autentico y esencial, a veces invisible a los ojos, es que Brunilda se nos revela en sus mejores y más trascendentes dotes de artífice de la narración.
Esperanza es su penúltimo titulo. Mereció, a unanimidad del jurado, el Premio Nacional de Literatura Aurora Tavárez Belliard 2010. Esperanza es una obra poderosa, virtuosa, como su nombre mismo.  Obra escrita con oficio, para el público juvenil y más allá de los años adolescentes, valiosa, pulcramente desarrollada. La fuerza de la narradora, archiculta de tradiciones dominicanas, articula una novela de aliento sostenido, de impecable entretejido, avalado por la autenticidad de la voz de la autora que, aun sin proponérselo, inventaría certezas y precisiones que se pierden en el desamor por nuestras costumbres.
Con lucidez y sin abismos, Brunilda Contreras hace de Esperanza una novela especial.  Su construcción esmerada, domiciliada en la realidad dolorosa, sacude los sentimientos.  Pero la autora hace lo que sabe hacer muy bien, se vale de la palabra y del amor para reivindicar la tragedia y triunfante logra rescatar al lector de la oscuridad de la incertidumbre.  Eso es, habilidad narrativa, una inmancable buena energía y su cosmovisión que potencia la transparencia, le permiten abordar realidades de la problemática social de nuestros pueblos.  Entonces ocurre que temas escabrosos, como la muerte, el drama de la emigración, la paternidad irresponsable, el flagelo del VIH, ella los trata sin complejidad, sin durezas, sin escapismo ni crueldad.  No los deja en la sombra, en el abandono del dolor sino que trilla el camino que inspira y redime.  El lenguaje sugestivo y la espiritualidad tangible se hermanan en el estilo propio, legítimo y técnicamente depurado de una escritora de vuelos, éxitos y entrega.
Dicho está, enfocada, clara, honesta, mi amiga Brunilda ha construido una vida de puertas abiertas a la verdad, a la bondad.  Se espiga, se empeña y logra representar la realidad para iluminarla, para hacer trascender el imaginario humano. Es justo el caso esta tarde que nos reúne y espabila la admiración por ella: su historia de Miguel.  Se trata de una obra conmovedora, arraigada en las honduras de la inocencia de un niño de ocho años y su reclamo del cariño maternal ya aposentado en la eternidad.
Claro que no bastan cajuiles rojos y amarillos, trompos y chichiguas, la seguridad de la abuela y el tío Luis, ni tampoco la ternura inapagable de la tía Martina para entender las cosas y ser feliz.  Falta la dulce vigilia del sentimiento de Brunilda, para Miguel no llorar, para Miguel volver a sonreír.  En ese tránsito su historia me apuntaló varias cosas importantes. 
Por ejemplo, que es sabroso enchumbar el pan en chocolate de agua.  Que los humanos, como los pájaros, al perder su alegría dejan de cantar.  Que las lágrimas ayudan a vaciar el dolor y en el hueco que queda se aposenta el sueño.  Que para llegar al mundo de los sueños se sube una cuestecita, entre dormido y despierto.  Y que justo en ese momento y espacio, las barreras de la materia desaparecen. 
¡Y sucede!  Se borran las ausencias, y no obstante la distancia, no existe la lejanía.  El corazón palpita con emoción, la luz permite ver y la paz permite querer. Como confiesa Brunilda en su dedicatoria al sobrino amado, el poder sostenedor de la Esperanza es una realidad.  Mueve al hombre y al universo, por los anales del amor, ayer, hoy y siempre.

Lucia Amelia Cabral


                  




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